Hacía tiempo que quería yo hincarle el diente al espinoso tema del ecologismo. Porque parece que si uno no se alía con los ecologistas -que son izquierdistas al fin y al cabo porque todos odian el capitalismo, las sociedades patriarcales, la xenofobia, la homofobia y a Donald Trump- es que uno odia al planeta Tierra y está deseando que se fundan los polos, se consuma la capa de ozono y se extingan las hormigas. Y yo no me puedo aliar con tales personas porque el contacto con ellos me produce los mismos efectos que el herpes zóster. Así que vaya por delante, por detrás y por todos los costados de mi cuerpo que deseo un planeta limpio de emisiones de carbono y de contaminación, pero en la medida de lo razonablemente posible; es decir: en la medida en que eso no cause la ruina a la economía mundial y, por lo tanto, de una manera absolutamente contraria a la que propone la izquierda. ¿Y cómo se puede conseguir?... Muy sencillo: dejando trabajar a los científicos y proporcionándoles todos los medios económicos que necesitan y que son cuantiosos, aún a costa de limitar los sueldos de los políticos y de desmontar la infinidad de estructuras administrativas que éstos han ido creando para asegurarse el poder y enchufar a sus amigos, colaboradores, parientes, amantes, simpatizantes, votantes y cobistas varios. En España, por poner un ejemplo, sobran diecisiete autonomías y varios miles de políticos. Y con todo lo que se podría ahorrar si este tremendo despilfarro se evitase se podría dedicar mucho dinero a la investigación, a la depuración de ríos contaminados, a la eliminación adecuada de vertidos industriales, a la conservación de los montes, a la prevención de incendios forestales y a infinidad de asuntos de interés ecológico.
Y ahora me toca hablar de Greta Thumberg, esa niña que capitanea a todos los agitadores y vocingleros del cambio climático, y que cree que lo mejor que puede hacer por el mundo es lloriquear, patalear, chillar y escaparse del colegio para que la izquierda mundial se fije en ella, alabe sus gracias y la proponga para el premio Nobel de la Paz. Ahora ha vuelto a la carga asistiendo, previa invitación, a actos y reuniones de las instituciones europeas, que han intentado así atraerse su benevolencia y quedar muy bien ante la progresía mundial. Pero, al igual que ocurre con esos niños malcriados a los que sus padres colman de caprichos para evitar que se disgusten lo más mínimo sin conseguirlo, esta niña consentida tampoco se ha sentido satisfecha con las propuestas legislativas de la Comisión Europea y las ha tachado -después de lloriquear durante media hora según lo previsto- de “una capitulación” de cara a la galería, que solo sirve para simular que se están tomando las medidas correctas cuando no es éste el caso. No sé ni me interesa saber a qué oscuros intereses obedecen sus campañas, aunque presumo que hay poderosas empresas o grupos de presión que la promocionan por intereses meramente económicos y nada filantrópicos. Pero tengo que decirle algo que es muy importante para ella; mucho más que lo que pueda conseguir pataleando, chillando, lloriqueando y limpiándose los mocos: que no debe dejar de ir al colegio. Y nada mejor que decírselo en verso y en rima ondulante como las olas del mar.
A la niña Greta Thumberg
Hay una cosa muy mala
y es abandonar la escuela,
pues quien en ella cavila
adiestra muy bien su chola
ya que en ella se calcula
de una manera muy chula
los watios que una farola
necesita de una pila
para dar una candela.
Y si eso te resbala
porque tú tienes a gala
utilizar una vela,
pues eso es lo que se estila
viviendo en una chabola
donde la penuria anula
hasta el pecado de gula,
te diré una cosa sola:
hazme caso y espabila
pues cuando llegues a abuela
y estés tocada del ala
no podrás ser colegiala,
y por mucho que te duela
ser más necia que un gorila
realizando una cabriola,
verás que nadie te adula
por ser tu cultura nula,
al tiempo que se arrebola
tu cutis y se asimila
a la piel de una ciruela
por la vergüenza que exhala.