
El porno duro del hiperconsumismo en las nuevas catedrales de hoy. Por Luys Coleto
Durante estos días, Black Friday. Luego se encadena el Cyber Monday. Con plandemia o sin ella, próximamente toda la orgía consumista de la Navidad, tan ínsito del “ficticio” hipercapitalismo zombi. Grandes centros comerciales, perfeccionado paradigma de los no-lugares. A la sazón, áreas urbanas clónicas, centuplicándose en los contornos de las megaurbes de todo el planeta. Aeropuertos, autovías, centros de negocios o comunidades residenciales cerradas. Todo tan feamente idéntico.
La única religión de la postmodernidad, el consumismo
Centros comerciales, nuevas catedrales en un mundo donde la única religión que nos queda es el consumismo. Y el consumismo se hace carne en una nueva religión contemporánea. Y el centro comercial es su nuevo santuario que, a diferencia de las catedrales que deseaban avivar un mundo espiritual e íntimo, el centro comercial persevera en “crear” elementos que nos unan a un mundo exterior “idealizado” e incomparablemente más insustancial.
Las "marcas", mientras, prometiéndonos otra vida en este mundo terrenal. Y los gallifantes de turno, tan anchamente beneficiados con los suculentos chanchullos urbanísticos que generan los centros comerciales. Y qué decir de las beneméritas Licencias de Actividad. Otro latrocinio de Estado, eso que nunca falte. Además, qué mejor que tener unos administrados absolutamente adictos al porno duro del irracional y paranoico hiperconsumo.
Centro comercial, donde se cuecen todas las psicopatologías
Y el consumo se eleva como único modo de vida. Y los espacios que éste genera. El nihilismo y la infelicidad consiguientes de una absurda manera de vivir y de ser, germen de un totalitarismo de inaudito troquel, con su arquitectura tan fascio-comunista. Centro comercial, donde la psicopatología deviene como única forma de libertad. Centro comercial, donde cristalizan miríadas de veladas miserias morales. Centro comercial, donde la decisión moral más importante que se puede tomar es el color del próximo móvil.
Y el centro comercial encerrando dos inquietantes alegorías, la religión y la guerra, que lo vinculan estrechamente con las catedrales por el papel que en aquellas sociedades medievales tenían como lugar de protección, ante una eventual acción hostil del enemigo. O como centro de encuentro social y espiritual. El centro comercial, logrado icono de desatinada postmodernidad, "defensiva" y “socializadora”. Conseguida relación entre producción en masa y consumo masivo. Y majadero. E innecesario, casi siempre.
El “democrático” centro comercial
El centro comercial, tan “democrático”. A cada uno de nosotros se nos ofrecen, previo pago, diferentes opciones o accesos a distintas “experiencias de consumo”. Cualquier cosa que se anhele se puede conseguir si tienes la suficiente guita para pagarla. En los centros comerciales de cualquier parte del mundo se exuda competencia entre los diferentes ofertantes y el “éxito” viene determinado por la posibilidad de acceso a esa oferta casi infinita de consumo. Una apabullante “diversidad” que enclaustra un rasgo bífido de todo centro comercial: estrategia de "persuasión" y “seducción”.
Cautivadora “fascinación”, en definitiva, que me recuerda el epíteto que la escritora yanqui Susan Sontag dio del fascismo: fascinante. Fascinante fascismo. Con estas palabras calificaba Sontag la magistral película del director alemán Hans-Jurgen Syberberg, Hitler. Porque Sontag sabía que toda fascinación se halla mixturada diluida, taimada y diestramente, con sorpresa y fárrago, (falsa) familiaridad y placidez. Alternándose una sicalíptica panoplia de opciones, tan extensa como confusa. Y todo totalitarismo – fascista, nacionalsocialista, comunista, “liberal”… -, al igual que el centro comercial, fascina. Para mal, muy mal, obvio.
El centro comercial, espejo de un mundo hedonista y narcisista
Aparente compra-venta, razonable intercambio de bienes y servicios, el centro comercial es mucho más. Se constituye con elemento nuclear de una visión postmoderna del ocio asociada al hedonismo y al narcisismo. Una suerte de fruición fetichista y voyeur que nos brinda el centro comercial transformado en lugar de placer en sí mismo. Placeres absurdos, cierto, pero placeres, tan alejados de la noble y virtuosa hedoné de mis admirados epicúreos.
El centro comercial, en ese sentido, deviene esfera, caleidoscopio y panóptico que nos permite ver y ser visto. Tener acceso a un ámbito social distinto al natural de pertenencia – por consanguinidad, preferentemente - y, donde lo significativo, no son tanto los bienes y servicios logrados (que se pueden adquirir en cualquier tienda de barrio), sino la transferencia de “identidad”, única y privativa, que muchos sienten que les proporciona.
Más allá del centro comercial, verdadera vida
Afortunadamente, hay otra vida más allá de los obscenos e irreales centros comerciales, pero es más cara. Mucho más cara. Y, como nos iluminó sabiamente Machado, todo necio confunde valor y precio. Apuntalado por el genio de Oscar Wilde en su obra cumbre, El abanico de la Señora Windermere (por cierto, prodigiosamente a adaptada al cine por el titán Lubitsch) dejando escrito que “la gente sabe el precio de todo y el valor de nada”. En fin.